La montaña es especial
Por: Roberto Fernández Llera. Economista y Doctor por la Universidad de Oviedo. GEN-Universidade de Vigo. http://misquebrantos.blogspot.com.es
Proclama la Constitución Española en su artículo 130 que “se dispensará un tratamiento especial a las zonas de montaña”, con el fin de “equiparar el nivel de vida de todos los españoles”. Se trata de un precepto bastante desconocido o menospreciado, a pesar de su crucial importancia para garantizar principios supremos como la solidaridad y el equilibrio económico entre las diversas partes del territorio. Los trabajos académicos tampoco se han ocupado demasiado de abordar esta cuestión, quién sabe si por desinterés o porque el sistema de evaluaciones de méritos conduce a menospreciar los estudios locales aplicados, frente a ciertas abstracciones teóricas. Pero dejemos este tema para otro día.
En descargo de lo anterior, podemos alegar la dificultad para delimitar con claridad un asunto con tantas aristas. Para empezar, ¿qué es una zona de montaña? ¿A qué debemos llamar tratamiento especial? ¿Qué nivel de gobierno –estatal, autonómico o local- es el competente para regular estas cuestiones? Sea como fuere, las dudas no deberían ser obstáculos para avanzar. Cuando algunos dicen que “lo mejor es enemigo de lo bueno”, sólo buscan la disculpa perfecta para no abordar una cuestión.
En primer lugar, una zona de montaña no es fácil de delimitar y cualquier definición será imperfecta. La Ley 25/1982 lo intentó tempranamente, estableciendo que las “zonas de agricultura de montaña” son territorios homogéneos –sin importar fronteras administrativas- que tengan al menos un 80% de su superficie en cotas superiores a los 1.000 metros, una pendiente media superior al 20%, una diferencia entre cotas extremas de superficie agraria superior a los 400 metros o, en fin, vocación agraria y circunstancias muy excepcionales y limitativas de altitud y pendiente. Es suficiente con cumplir una de las anteriores condiciones.
Lo siguiente es clarificar el “tratamiento especial”. La Teoría de la Hacienda Pública ha venido defendiendo el principio de equidad vertical (en este caso, el concepto resulta doblemente apropiado), de tal forma que se adjudique un trato fiscal distinto –diríamos, adecuado- a situaciones o individuos diferentes, evaluados sobre bases objetivas. Parece obvio que una zona de montaña tiene singularidades orográficas, climatológicas y sociodemográficas que invitan a ello (también las zonas litorales, insulares o periurbanas tienen las suyas, por citar sólo algunos ejemplos). Pero seguimos sin contestar: ¿cuál debe ser esa diferencia en el caso que nos ocupa? Si examinamos con detalle las regulaciones habidas hasta el momento, encontraremos instrumentos como subvenciones, beneficios fiscales en los impuestos o regulaciones generales y sectoriales, aplicables a determinadas actividades de agricultura y ganadería de montaña, turismo activo, intervenciones en cultura y patrimonio o edificaciones rurales, así como incentivos directos a las personas residentes en estos territorios. Algunos autores (Vallés Giménez y Zárate Marco, aquí) han encontrado evidencia de un mayor gasto público per cápita en los municipios de montaña, debido a sus mayores necesidades, si bien de igual modo han detectado ventajas fiscales compensatorias, asociadas al medioambiente y al atractivo turístico de dichas localidades (los mismos autores, aquí). No olvidemos que son las personas las que deben ser colocadas en el primer lugar de las prioridades políticas, puesto que son esos mismos habitantes los que han permitido que la riqueza natural se preserve durante siglos. Son muchas las medidas adoptadas, pero algunas con cierto grado de improvisación o clientelismo y, aún peor, bastantes de ellas con dudosa eficacia en términos ambientales, de freno al despoblamiento o de promoción económica. Por eso se requiere una regulación integral, aunque adaptada a cada singularidad territorial.
También nos preguntábamos por la administración competente. Pues bien, el monte es una competencia esencialmente autonómica, sin perjuicio de la legislación básica y las facultades de coordinación que ejerce el Estado (lo ha dicho el Tribunal Constitucional, entre otras, en sus sentencias 144/1985 y 45/1991). No es posible olvidar tampoco el papel que juegan las entidades locales, no ya sólo los ayuntamientos, sino también las entidades locales menores, algunas con tanta tradición como las parroquias rurales en el Principado de Asturias. El papel de estas últimas en la limpieza de montes, la gestión sostenible de la madera o la prevención de incendios tiene que ser valorado e impulsado.
Recientemente, se han producido tres hitos que merece la pena destacar, ya que abren una nueva esperanza. El 14 de octubre de 2014 quedaba constituida en el Senado la Comisión Especial de Estudio sobre las medidas a desarrollar para evitar la despoblación de las zonas de montaña. El 3 de diciembre de 2014 se inauguraba en el concejo asturiano de Somiedo el I Congreso de la Asociación Española de Municipios de Montaña, cuyo lema dejaba bien claras sus metas: “construyendo una propuesta desde, para y por la montaña”. Más cerca todavía en el tiempo, el Consejo de Ministros del 9 de enero de 2015 aprobaba el proyecto de ley de modificación de la legislación básica de montes. Su objetivo –ni fácil, ni pacífico- es contribuir a la conservación de la biodiversidad, la prevención de los incendios forestales, la lucha contra el cambio climático y el aprovechamiento económico de los montes.
Bienvenidas sean estas novedades, pero falta mucho por hacer.