Dependencia energética y cadenas de valor en época de guerra y pandemia
Por Josep-Maria Arauzo-Carod – Departament d’Economia (ECO-SOS) – Universitat Rovira i Virgili – @IND_LOC
Entre los múltiples efectos de la COVID-19 hay uno que destaca por sus implicaciones geográficas, como fue (y todavía sigue siendo) la alteración de las cadenas de suministros a escala global, a raíz del bloqueo del comercio internacional durante semanas. Dicho bloqueo se explica debido a la estrategia creciente de disgregar espacialmente las cadenas de valor, con objeto de optimizar costes y beneficiarse de las ventajas de determinados países en términos de bajos salarios, expertise en algunas actividades manufactureras y abundancia de materias primas.
Al margen del ahorro de costes que dicha estrategia implica, también es cierto que tiene sus riesgos, como pudo comprobarse al inicio de la pandemia. Fue justamente en ese momento cuando desde Europa empezamos a ser conscientes de nuestra vulnerabilidad en relación al acceso a determinados productos sanitarios, medicamentos o componentes, entre muchos otros. Dicha alerta aceleró decisiones de backshoring ya en marcha, a efectos de traer de vuelta al continente actividades manufactureras que años atrás habían sido deslocalizadas. Evidentemente no hablamos de una reversión total de los importantes movimientos de deslocalización llevados a cabo desde los años 80, pero sí de actuaciones concretas buscando garantizar un aprovisionamiento estratégico, una mayor rapidez en el suministro o unas mejores garantías de calidad.
De forma sorprendente, dichas distorsiones se prolongaron en el tiempo, dado que el shock de oferta inicial provocó una salida del mercado de muchos operadores logísticos y una disminución de la capacidad operativa de buena parte de los que permanecieron en éste, lo cual llevó a un estrangulamiento cuando la demanda se recuperó de manera vigorosa (en parte gracias a los programas de estímulo), sin que la oferta pudiera responder con la necesaria flexibilidad.
Es en este contexto que se produce la invasión de Ucrania por parte de Rusia, en un momento en el que los mercados todavía no habían vuelto por completo a la situación pre pandémica. Si bien el peso de ambos países en la economía mundial es escaso (apenas un 2% del PIB mundial corresponde a Rusia y un 0,14% a Ucrania), dicho conflicto bélico está generando importantes disrupciones en los mercados internacionales, dado el papel crucial que tienen ambos países en la producción y exportación de productos básicos, como es el caso de Ucrania con los cereales, o de Rusia con el níquel, el aluminio, el gas y el petróleo. De este modo, según Moody’s este conflicto es ahora mismo el principal riesgo para las cadenas de suministro internacionales, por delante de la COVID-19.
Es justamente a partir del efecto que ha generado la incertidumbre sobre las exportaciones de petróleo y gas rusos a la UE (que no su interrupción, a diferencia de lo ocurrido en los Estados Unidos), que desde la UE nos hemos vuelto a plantear aspectos clave como la soberanía por lo que se refiere a determinados productos estratégicos, en este caso energéticos. Así, la elevada dependencia del gas ruso se ha mostrado como un factor que ha limitado sobremanera la capacidad diplomática de la UE para hacer frente a la agresión rusa, dado el efecto rebote sobre la economía europea que cualquier veto a dicho producto acabaría generando.
Es evidente que en materia energética las decisiones estratégicas deben tomarse en el largo plazo, y que cualquier ajuste estructural conlleva no únicamente diversos años para su diseño, sino muchos otros para su puesta en práctica. En este contexto, la UE se plantea limitar su dependencia energética respecto de Rusia, impulsar la compra de gas en Argelia e impulsar fuentes energéticas renovables, a efectos de disminuir los riesgos antes señalados. Si bien se trata de actuaciones en la dirección correcta, es evidente que su implementación en el corto plazo es extremadamente limitada. En cualquier caso, desde un punto de vista estratégico parece igual de poco razonable depender del gas ruso como hacerlo del gas argelino, dada la inestabilidad política característica de dicha zona del norte de África. Así, en este contexto, las energías renovables aparecen como la única fuente que permite conjugar una menor dependencia energética del exterior con un menor impacto ambiental.
Conexión gasística Europa – Argelia
Fuente: Corporació Catalana de Mitjans Àudiovisuals (CCMA).
Es por esto que ha cobrado actualidad una infraestructura inacabada que permitiría conectar el norte de los Pirineos con el gas procedente de Argelia. Se trata del gaseoducto Midcat, que entra a la península Ibérica por Almería, pero, inexplicablemente, acaba su andadura en Hostalric, cerca de Girona, después que las dudas sobre la viabilidad del proyecto y su elevado coste llevaran a paralizar las obras el 2019. En este sentido, el contexto de precios actual supone que una infraestructura de este tipo cobre un interés claro. Es cierto que el Midcat no permitiría substituir por completo el gas ruso, pero si disminuir de forma notoria su peso dentro del mix energético europeo. Sin embargo, la geopolítica impone equilibrios de difícil solución, como la que ha llevado al gobierno español, hace unos pocos días, a dar su apoyo al plan de autonomía marroquí para el Sáhara Occidental, contraviniendo así la propuesta de referéndum de autodeterminación aprobada en el marco de la ONU, y provocando la irritación de Argelia, principal sustento internacional de las reivindicaciones territoriales saharauis. Con este movimiento, España deja claro que prioriza la lucha contra la inmigración irregular procedente de Marruecos a la provisión de gas procedente de Argelia, país que ya ha indicado que las condiciones contractuales del suministro serán diferentes a partir de ahora. Como puede observarse, el encaje entre guerra, COVID-19, dependencia energética, cadenas de valor segregadas y deslocalizaciones masivas es una tarea altamente complicada.
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